José Ignacio Arranz Recio
Director General del Foro Interalimentario.
La cadena agroalimentaria es un todo. Nadie pondría en cuestión que cualquiera de los alimentos presentes en nuestros mercados es el culmen de un proceso, que comenzó con la producción de la materia prima correspondiente. Y podemos retroceder hasta lo impensable: desde el pan hasta el trigo, desde éste a sus semillas, pasando por los abonos necesarios para cultivarlas, etc. La concepción integral de la cadena agroalimentaria es, por tanto, una realidad asumida, si bien es cierto que, en muchos casos, se trata de una asunción puramente teórica. O al menos, incompleta.
Las crisis de seguridad alimentaria con las que se despidió el siglo XX trajeron consigo, de la mano del Libro Blanco de la Seguridad Alimentaria, una prolija batería de normas y exigencias que se asentaban, precisamente, en ese carácter integral y no discontinuo de la cadena agroalimentaria. Y vinieron a establecer obligaciones de seguridad en las fases iniciales del proceso productivo (hasta entonces entendido casi en exclusiva como productivo y no como garante de la inocuidad), que redundaban en la seguridad eficiente de las fases terminales y, por ende, en la del propio consumidor. Así, dar cumplimiento a las nuevas exigencias en materia de trazabilidad a lo largo de toda la cadena, resultaba incompatible con cualquier concepción distinta del enfoque integral “del campo a la mesa”, “de l’étable à la table”, “from farm to fork”.
Casi diez años después del advenimiento de aquel conjunto de Actos comunitarios que se englobó bajo el término “Paquete Higiene”, cabe concluir que al menos en lo referente a la génesis y mantenimiento de las garantías de inocuidad, la visión integral de la cadena ha conseguido imponerse. Sin embargo, sobre todo en el terreno de lo percibido, aún predomina, sobre el (re)conocimiento de la necesaria interacción entre los eslabones de la cadena, una reducción a lo puramente secuencial. Volviendo al ejemplo de la trazabilidad, no es difícil de entender que la simple sucesión de eslabones en una secuencia funcional y cronológica en nada asegura la idoneidad de los flujos de información que deben circular entre eslabones contiguos. Hacerlo bien requiere, además de la profesionalidad de cada parte, la colaboración entre todas ellas, sea “bona fides” o de base contractual. De lo contrario, difícilmente los agentes del control oficial o el propio consumidor podrían llegar a saber, por ejemplo, si el cereal con el que se fabricó el pienso destinado al animal de abasto que produce los huevos, la leche o la carne que se comercializan, procede de Ucrania, de Argentina o de la Tierra de Campos. Y gracias a la trazabilidad, eso se sabe. Gracias a la cooperación entre eslabones, resulta posible conocer el origen y reproducir el itinerario que ha seguido cualquier materia prima o cualquier ingrediente a lo largo de toda la cadena.
Hablamos, ciertamente, de un entendimiento entre eslabones, entre agentes de la cadena, entre empresas… que está sustentado por legislación armonizada de obligado cumplimiento. Obligados, por ley, a entenderse, en pos de una exigencia imperativa como es la protección de la salud de las personas. ¿Entendimiento, sinergia… o cooperación forzosa? Cuando abordamos otros escenarios, otros ámbitos de trabajo, esa concepción basada en la interrelación cómplice de los distintos eslabones se debilita hasta llegar a desaparecer. Permanece, como mucho, el concepto de secuencia ordenada. Pero no se repara en el valor añadido resultante de la interacción positiva entre los actores de la cadena. Aunque hay excepciones que posteriormente se analizarán, ese es el “approach” predominante en escenarios tan actuales como la cadena agroalimentaria entendida como cadena de valor, en la que tiene lugar el proceso de formación de precios.
Quizá porque estamos en crisis económica, cada día es más frecuente que el consumidor, cuando adquiere los productos de alimentación que configuran su carro de la compra, se interrogue acerca de la diferencia existente entre el precio de los alimentos que adquiere y el que se pagó por ellos en origen. Son pocos los casos en los que interrogantes de esta naturaleza llegan a condicionar seriamente la opción de compra. Pero es indudable que muchos consumidores admiten, no sin cierta rebelión resignada, que si en el origen los precios fueron “mucho más bajos”, cuál es la razón por la que debe pagarlos “tan caros” en destino, en el eslabón final de la cadena.
Se trata, simplemente, de un grave problema de falta de información y de formación: El consumidor maneja como verdades contrastadas contraposiciones del tipo “mucho más bajos en origen” / “tan caros en destino”, asertos que, en muchos casos, nada tienen que ver con la realidad. Depende de los modelos de negocio, y no todos son iguales.
La cadena de valor en alimentación se estructura, como la propia cadena agroalimentaria, sobre una serie de fases o categorías de actividad en sucesión secuencial y, a la vez, interrelacionadas entre sí. La máxima “del campo a la mesa”, “leit motiv” de la seguridad alimentaria actual, responde también a la estructura de la cadena de formación de precios de los alimentos.
La cadena de valor moderna, hoy más que nunca, debe ser eficiente, sostenible y competitiva. Trataremos de analizar qué pueden aportar los distintos modelos de negocio para alcanzar y mantener tales atributos, y si son todos ellos capaces de responder a estas necesidades.
Tradicionalmente, se ha venido entendiendo la cadena de valor como un salto desde la producción primaria hasta el consumidor, pasando por unos eslabones intermediarios cuya participación podía ponerse en cuestión. Este ejercicio de simplificación no responde a la realidad, a poco que analicemos la cadena de valor hoy, en la que cada eslabón tiene, frente el siguiente y frente al consumidor final, una responsabilidad bien definida: Añadir VALOR, incorporar algo que el eslabón anterior no aportó, porque no tenía por qué hacerlo, y sin lo cual el consumidor final - que es, en definitiva, quien compra y consume- no verá satisfechas sus necesidades objetivas.
Es fácil de entender que el proceso que ha de seguir una lechuga desde su recolección en un bancal de una explotación agrícola hasta que la encontramos limpia, cortada, envasada, etiquetada y en cadena de frío (como IV Gama) en un punto de venta, es complejo (varios eslabones, cada uno de los cuales aporta su valor en términos cualitativos) e incuestionablemente, es costoso. Efectivamente, hay una diferencia entre el precio en origen y el precio de venta al público, y tal diferencia sólo se justificará constatando el valor objetivo que se ha ido añadiendo en el transcurso de la cadena, desde los aspectos relativos al procesado y envasado, hasta las estrategias logísticas para que podamos disfrutar de productos muy frescos, en cualquier época del año y en cualquier punto de nuestra geografía.
Para que la cadena sea eficiente (más con menos), hay que optimizar los procesos, reducir lo máximo posible el número de eslabones, acortar las distancias de transporte y optimizar los transportes… En definitiva, conseguir dar respuesta a la necesidad del consumidor ofreciéndole la solución idónea al precio más bajo posible.
Por “solución idónea” debemos entender la que responde a necesidades reales del consumidor, y esto pasa por identificarlas con él, que es lo opuesto a crearle necesidades artificiales. Será idónea en tanto en cuanto responda a un proceso que mantiene al consumidor como centro en torno al cual pivoten todas las decisiones. Consecuentemente con ese planteamiento, responderá a un paradigma o modelo que haga primar ante todo la seguridad y después, la calidad, lo cual no es viable fuera de la cultura del esfuerzo ni anteponiendo los propios derechos a las obligaciones.
Existe la tendencia - dentro de las “corrientes informativas” acerca del proceso de formación de los precios de los alimentos- a “contaminar” la cadena de valor con problemas estructurales ajenos a la misma. Se habla de “ineficiencias de la cadena” cuando muchas veces se trata de problemas estructurales de base que la cadena de valor acaso padezca, pero no genera, y que no pueden resolverse sólo dentro de aquélla. Siguiendo con el ejemplo antes mencionado, es obvio que podremos llegar a optimizar al máximo el incremento de coste que supone comercializar como IV Gama una lechuga… En su base, estará el precio en origen, que en muchas ocasiones seguirá siendo considerado como insuficiente por el productor primario. Las soluciones no pasan por pagar más en origen y mantener el precio final, abaratando para ello el proceso en detrimento de la seguridad, la calidad, el servicio… Tampoco es viable incrementar, sin más, el precio en origen y añadirle después ese diferencial de proceso, que ya previamente se deberá haber ajustado hasta lo impensable y no puede abaratarse sin comprometer el producto, si éste, al final, alcanza un precio que desanima al consumidor a la hora de comprarlo. Un equilibrio difícil.
Pero entran aquí en juego otros elementos que sí permiten mantener la eficiencia, la sostenibilidad y la competitividad de la cadena y de cada uno de sus eslabones. Podemos citar la equidad en las ganancias, la transparencia y, en la base de todo ello, la estabilidad en la relación proveedor / comprador, que es esencial para la cooperación entre los agentes de la cadena.
Esta “visión integral de la cadena”, que propicia la cooperación entre las empresas que la integran y, a la vez, es fruto de la misma, se contrapone a los modelos de cadena de valor concebidos de forma fragmentada, en el mejor de los casos discontinua, en los que los eslabones funcionan como compartimentos estancos que incluso rivalizan entre sí. Es la antítesis de la cooperación.
La cooperación debe inspirar siempre las relaciones entre los distintos eslabones. Y es particularmente importante en las relaciones con el productor primario. Existen –es constatable- modelos de interrelación que cifran la clave del éxito de la cooperación en el establecimiento de una relación estable a medio y largo plazo, y jurídicamente segura, entre los actores de la cadena. Pocas audacias cabe pedir a un productor primario si no tiene la garantía de que se embarcará en ellas para un proyecto duradero, que le permita asegurar la rentabilidad de sus inversiones en seguridad, calidad, producción, mejora genética y tecnológica…
Difícilmente hay estabilidad sin transparencia, sin una “política de libros abiertos” que permita a unos y a otros saber qué están invirtiendo y por qué lo tienen que invertir; saber que van a ganar lo que puedan ganar, sin desequilibrios, al servicio de un producto seguro, de la máxima calidad a un precio que permita recomendar tal producto al consumidor y que éste lo quiera y lo pueda comprar. Consumo sostenible para una Cadena de Valor sostenible, en la que cada eslabón ha de interiorizar que, para poder estar satisfecho, debe comenzar por satisfacer a los demás, y que la satisfacción del consumidor final depende de todos ellos. Podrán cooperar las empresas si comparten tal paradigma.
Es posible ilustrar con casos reales cómo la cooperación entre empresas redunda en favor de todos los eslabones de la cadena (consumidor final incluido), crea riqueza para todos, y contribuye a vertebrar el tejido productivo agroindustrial en territorios que, de otra forma, se verían sometidos al abandono progresivo de actividad y población.
Romper la inercia supone adoptar decisiones difíciles, desde el punto de vista empresarial, algunas de las cuales precisan, como condición “sine qua non”, la cooperación entre empresas, y que se inspiran siempre en la cultura del esfuerzo y del trabajo.
Persiguiendo como objetivos el desarrollo en España del trigo de fuerza , el impulso de variedades que aúnen el interés agrícola y el industrial, la integración del empresario agrícola en la cadena de producción industrial de alimentos y la introducción de un sistema de contratos de producción basado en la garantía del beneficio por hectárea, se inició el Proyecto “Trigos de Fuerza, eficiencia e innovación”, con tres amplias líneas de trabajo: Evaluación de variedades comerciales; desarrollo de nuevas variedades y cultivo bajo contrato de trigos de fuerza.
Para ello, Grupo SIRO , como elaborador de pan de molde y bollería, galletas, pasta, cereales y pastelería, buen conocedor del mercado de la alimentación, con un equipo de I+D+i para el desarrollo de nuevos productos, aportaba una planta piloto de panificación, con amplia experiencia en el proceso de panificación y con categorías consolidadas y en crecimiento. Necesitaba fortalezas complementarias, que encontró en dos grupos cooperativos que estaban en condiciones de aportar su experiencia en el cultivo y comercialización de cereales, en la selección de variedades de cereales de invierno, en la producción de harinas… Contaban además con sus respectivos departamentos técnicos, con capacidad de asesoramiento técnico del cultivo, así como con experiencia en el desarrollo de variedades de cereal, disponiendo de material genético en desarrollo. Aportaban, además, una zona de expansión para nuevos cultivos cerealistas, con hectáreas cultivables bajo contrato y una base de experiencia en la gestión de cultivos de uso industrial.
En 2011 tuvo lugar el inicio de los ensayos de cultivo, molienda y panificación (se contaba, también, con una planta piloto de molienda de cereales), y se inició igualmente el cultivo bajo contrato de 1.200 Hectáreas, de forma experimental. Para 2012 está previsto desarrollar los ensayos de cultivo, molienda y panificación iniciados el año anterior, y difundir el sistema de cultivo bajo contrato. En 2013 se evaluarán los resultados de los ensayos y se consolidará el sistema de cultivo bajo contrato.
No obstante, la evolución positiva de este ejercicio ha puesto de manifiesto la conveniencia y la posibilidad de ir un poco más allá de lo descrito y de la coordinación logística que todo ello requiere. Una de las consecuencias indudablemente positivas de la consideración integral de la cadena es el enfoque que ha de darse a la innovación, al I+D+i, que debe entenderse necesariamente como transversal, como algo que concierne a todos los eslabones desde el campo hasta el producto final. Aplicando esta visión a la tecnología de producción de cereales, y redundando en el objetivo de impulsar variedades que aúnen el interés agrícola y el industrial y promover la integración del empresario agrícola en la cadena de producción industrial de alimentos, se persigue un verdadero “revulsivo” en las tecnologías de producción: Producir, pero no como se ha venido haciendo siempre. Es preciso y posible, en este marco de cooperación entre empresas, reorientar la producción hacia la especialización, buscando obtener no sólo cantidades, sino también y sobre todo, una genética adaptada a la tierra y a la climatología: La innovación varietal. El resultado final es que el agricultor recibirá, para la siembra, el grano adecuado y, prácticamente, con el “libro de instrucciones” para obtener, en cada tipo de terreno y en cada época del año, la mejor productividad.
Es trascendental que todos los eslabones se sepan protagonistas potenciales de esa innovación transversal. En un debate dedicado a la innovación en el conjunto de la cadena agroalimentaria, celebrado recientemente en un periódico de difusión nacional bajo el título “Innovación, Dieta e Integración”, el Presidente del Grupo SIRO, a la sazón Presidente del Foro Interalimentario, Juan Manuel González Serna, manifestaba que “Hemos de trabajar de forma conjunta en toda la cadena de valor, lo que nos lleva a solucionar confrontaciones individuales y a pensar en el colectivo”, afirmación que reforzó recalcando que “La cuota de poder del conjunto es infinitamente superior a la cuota de poder individual”. En ese mismo debate, el Director de uno de los grupos cooperativos participantes en el proyecto “Trigos de Fuerza” manifestaba que “El enfoque del sector primario ha sido productivista y muy poco de valor, lo que hace muy vulnerable la situación del agricultor y de la cadena misma. Toda cadena que no esté integrada se hace muy ineficiente”.
Encontramos ejemplos igualmente ilustrativos en el ámbito de la producción primaria ganadera. Citemos el caso de INCARLOPSA , cuya actividad industrial se centra en la explotación de mataderos industriales, industria ganadera e industria complementaria, fabricando productos cárnicos elaborados y destacando especialmente por sus secaderos de jamones. Una empresa que, en 2011, dedicó cerca del millón de euros a la I+D+i y que, además del millar de empleos directos en sus instalaciones, sostiene, en virtud de la colaboración entre empresas, más de 500 empleos indirectos. Con una facturación global cercana a los 450 millones de euros, sus necesidades de abastecimiento de materia prima requieren de poca explicación. Pero más allá de las consideraciones cuantitativas, lo esencial es la relación estable con proveedores primarios concretos, que permite a éstos ir más allá de la mera producción cuantitativa, para abordar aspectos relacionados con la genética de los animales, su alimentación y su manejo, orientados a la obtención de productos finales de perfil nutricional más saludable y, por ende, más acorde con las demandas actuales del consumidor. Así, se mejoran las razas buscando el perfil de engrasamiento y de infiltración grasa intramuscular más adecuados, y se orienta la alimentación de los animales (alto-oléico) hacia un perfil lipídico cardiosaludable: Reducción del contenido total en grasa y de la concentración de Ácidos Grasos Saturados, a favor de los Mono- y Poli-Insaturados, buscando el mejor cociente W3 / W6, el de perfil más saludable. Por su parte, en el proceso de transformación industrial, conseguidas esas mejoras en las fases previas de la cadena, pueden centrarse en las mejores tecnologías de curado/secado, con los índices de salado más ajustados y, por ello, mejor alineados con la prevención de la hipertensión arterial. Evidentemente, manteniendo el mayor nivel de seguridad alimentaria como parámetro no negociable, y la excelencia cualitativa que responda a las mayores exigencias de palatabilidad por parte del consumidor final.
Lejos de situarse en el plano “piloto”, este planteamiento de colaboración inter-empresarial (sector primario / sector transformador) alcanza, en el ámbito del ejemplo descrito, magnitudes muy considerables: En 2011, se adquirió un total de 1.297.122 animales, que procedían en su inmensa mayoría de explotaciones o empresas ganaderas proveedoras con las que INCARLOPSA mantiene una relación estable, y entre las que cabe destacar, por su elevada implicación, Copiso, Ingafood, Juan Jiménez García, Granja Dos Hermanas o Agropecuaria San Fermín.
Son, por tanto, constatables las sinergias que se establecen y los beneficios para todos los eslabones derivados de esta cooperación entre empresas, sin la cual ninguna de ellas, a título individual, podría alcanzar los objetivos y resultados que se obtienen de hecho trabajando en esta dinámica de entendimiento. Y se constata igualmente la capacidad de promover el desarrollo y la evolución hacia la excelencia tecnológica y productiva, con todo lo que ello supone, particularmente para el sector productor, primario.
A la vista de todo lo expuesto, se concluye que la visión integral de la cadena y la cooperación entre empresas que ese marco propicia, resulta positiva en todo y para todos: Desde el campo a la mesa y, por supuesto, para el consumidor. Positiva en todo, por cuanto la generación y mantenimiento de la seguridad y la calidad deben fraguarse ya desde el origen; porque no cabe plantearse con objetividad una cadena respetuosa con el medio ambiente si no contamos con la implicación y el valor aportado por el productor primario; porque éste también está llamado a innovar, en una concepción auténticamente transversal de la innovación, que puede ofrecer mucho más que la simple incorporación de moléculas funcionales al producto terminado; y es además, el productor primario, el primer artífice del cumplimiento de los preceptos en materia de bienestar animal que, en muy gran medida, redunda en favor de la seguridad alimentaria y la calidad.